jueves, julio 24, 2014

Holmgang, un microrelato wikingo

Thorberg sonreía mirando la desierta playa donde su idolatrado hijo Erik enfrentaría su primer holmgang. Ulf, su criado, meneaba la cabeza.
-El viejo Kolbeinn es demasiado cobarde para presentarse, pero ¿si envía algún amigo o familiar?
-Me encargué de que no quedara en su familia nadie vivo -le espetó Thorberg-. Y amigos... nadie soporta a ese anciano débil y amargado. Tampoco tiene dinero para mercenarios. Solo ese drakar que pronto será mío.
Cuando ya se iba a declarar niðingr a Kolbeinn, apareció ella. Hubiera sido una joven normal, incluso hermosa, si no hubiera vestido de guerrero. Ulf habló.
-Mataste a toda la familia del hermano de Kolbeinn, menos a aquel bebé, porque era niña. Pensé que tu ambición sería tu fin. Y resulta que será aquel rasgo de bondad.
Thorberg vio el odio y la determinación en la mirada de la mujer. Supo que su hijo iba a morir.

sábado, abril 26, 2014

Reseña de No está muerto lo que juega eternamente

Que un nuevo libro aparezca en el mercado siempre es una buena noticia; al menos si el autor no es Paquirrín, Belén Estebán o alguno de esos fantoches mediáticos (o, más bien, sus negros). Si encima tiene algo de calidad, ya es obligatorio tirar confeti. Y si, para finalizar, el libro está escrito por un camarada de la XSUC y amigo de la que suscribe, es un día para marcar en rojo en el calendario. Pues bien, lo que he explicado acaba de suceder: ya está disponible en Amazon para aquel a quien le apetezca echar un vistazo y, eventualmente, llevárselo a sus dispositivo de lectura, No está muerto lo que juega eternamente, la primera novela de Carlos Milán.
He tenido la suerte de ser una de las primeras personas que leí esta novela: Carlos y yo nos conocimos en un principio en las redes sociales, y más tarde coincidiendo en temas activistas en los que los dos andábamos y andamos metidos; al ser lector mío, creyendo más de lo que yo creía (y de lo que han demostrado las circunstancias) en el éxito de La rebelión de los soldaditos de plomo, se le ocurrió prestarme su manuscrito con vistas a que le diera algún consejo útil como la escritora que se supone que soy (solo se supone): el único que pude darle, una vez constatado que aquello valía realmente la pena, es que optara por las nuevas posibilidades actuales de publicación independiente  en digital, dada la dificultad de que una editorial lo suficientemente potente para dar adecuada difusión una obra apueste por un autor desconocido y sin padrinos (descartando, claro está, las empresas que se dicen editoriales y que solo pretenden hacer negocio a costa de autores incautos o demasiado necesitados del éxito). Como bien se ve me hizo caso: ahora solamente espero que ni él ni yo tengamos que arrepentirnos.
Y ahora toca daros razones por las que se ha de leer esta novela, y os las daré yo, porque conociendo al autor no creo que se preste al esperpento de solicitar la compra de la novela en todas las plataformas sociales en las que se encuentra y de empezar todas sus conversaciones con el sintagma preposicional “En mi libro” seguido del pronombre personal de primera persona. Es una novela autodidacta, original, arriesgada y fresca, apta para todos los públicos y para todos los niveles, escrita pensando en el lector y no en conjurar los fantasmas del escritor. Aunque es una novela de género (de hecho, de varios géneros mezclados, pues hay terror, misterio, aventura e historia), trata temas de actualidad como el conflicto en Palestina y lo hace con grandes dosis de un humor en ocasiones desternillante, aparte de que se respira en toda la obra un innegable hálito de compromiso social y solidaridad. Un trama bien hilvanada, un desenlace impactante, personajes sorprendentes y muy trabajados… Y, para que no falte de nada, también hay lugar para los sentimientos (amistad, amor…) e incluso alguna escena de alta temperatura. Motivos suficientes, creo yo, para que se le dé una oportunidad y… a disfrutar.

jueves, julio 27, 2006

Un cuento republicano

El fin de semana prometía ser tan enriquecedor y emotivo como había imaginado, pensaba Mar mientras contemplaba desde la orilla del Ebro cómo las casas de Miravet trepaban arracimadas por la colina, igual que si quisieran alcanzar el castillo que dominaba la apacible ribera soñando con historias de mil batallas, entre la mágica energía que habían buscado los templarios y que no había ayudado a los republicanos.
La joven inhaló una gran bocanada de aire puro. Se sentó en una roca, cerca del agua, dejándose envolver por los ecos de la historia y el misterio, con la pequeña Zoe, su hija de apenas dos años, acomodada sobre sus rodillas. Era una niña preciosa, tan inquieta como ella y con los expresivos ojos de su padre, aquellos con los que la había mirado sonriente poco antes de la manifestación altermundista donde había caído debido a un exceso de celo policial. Mar miró al cielo.
Lo hicimos bien, Cristian, después de todo. Es tan inteligente, tan especial... Pero aún no podía enfrentarse a sus recuerdos, así que dejó en en el suelo a la pequeña (que ya quería corretear de nuevo) y se concentró en las impresionantes vistas.
La mañana había sido muy agitada. Una plataforma de asociaciones republicanas (con las que colaboraba el Partido Comunista, donde militaba la joven) habían organizado unas jornadas para recordar a los que habían caído allí mismo, hacía ya casi siete décadas, luchando por la libertad frente al yugo fascista, defendiendo hasta la muerte sus ideales de libertad e igualdad. La última resistencia de la República frente al sublevado Franco se produjo en aquel lugar. Después...
Después el caos, la humillación, el olvido... Había llegado el momento de que recibieran su merecido homenaje. Había llegado la hora de hundir los intentos partidistas de desmemoria, últimamente tan vigentes en ciertos medios de comunicación.
Oriol y Roger, dos de sus compañeros, estaban patéticamente graciosos con sus uniformes de milicianos; con vocación de actores, quizá más bien de payasos, los dos jóvenes habían participado en una recreación del paso del Ebro, emulando la famosa foto de Capa. En ello estaban todos cuando los gritos de El Rubio, aficionado como siempre a meterse donde no le llamaban, les sacaron de su ensimismamiento guerrillero-teatral-histórico: por lo visto, había encontrado un obús oxidado muy bien enterrado en el lodo del río. Aquello, después de todo, no dejaba de ser bastante habitual; los campesinos de la zona acostumbraban a recoger patatas, zanahorias y obuses en la misma medida.
Antes de la comida, una paella improvisada servida grandes mesas montadas sobre la orilla, las lágrimas habían saltado de muchos ojos perfectamente bregados en las incidencias de una vida de lucha política, durante el acto en honor de los milicianos supervivientes y los brigadistas internacionales, que habían acudido desde los puntos más dispares del globo. Después, algunos de los organizadores decidieron echarse una siestecita en el campamento montado junto al río, para prepararse para las conferencias y proyecciones de aquella tarde y para la visita turística a los enclaves de la batalla del Ebro del día siguiente. Pero Mar, a quien la inactividad la aburría bastante, decidió coger a Zoe y hacer una excursión por la zona. Deseaba enseñarle a su hija las vibraciones de aquella comarca esotérica, sentir el mensaje que aquellas piedras milenarias podrían comunicar a su mente agotada por el exigente compromiso político y por los traumas del pasado... Se había distraído unos segundos en esos pensamientos y de pronto comprendió que había perdido a la niña de vista. Rápidamente, se levantó y oteó la zona, sin resultado.
–¿Zoe? ¡Zoe! ¿Dónde te has metido?
Silencio.
–¿Zoe? –gritó Mar otra vez.
Silencio de nuevo. La joven dio un salto y corrió arriba y abajo buscando a su hija, con el corazón a punto de saltársele por la boca.

–Mami, mami –Mar escuchó por fin aquella melodiosa voz infantil. Zoe estaba llorando.
–¡Zoe! Quédate quieta que ahora voy –el sonido procedía de unos matorrales cercanos al río que ocultaban un grupo de rocas. Vio un hueco pequeño entre las piedras y comprendió que, sin darse cuenta, se había alejado mucho del campamento. Entrevió a Zoe dentro, mirándola con expresión compungida–. Pero ¿cómo has podido meterte ahí, criatura?
–No lo sé –respondió la niña inocentemente–. Me he caído. Y me he hecho daño.
–Está bien, mi vida. Ahora te saco –Mar observó las rocas, que se apoyaban en una pared de la colina, de unos tres metros de altura. La grieta que medio ocultaban era suficiente ancha para que pudiera pasar una niña pequeña, pero no una mujer adulta, aunque fuera tan menuda como Mar. Afortunadamente, y a pesar del peso, pudo correr una de ellas lo suficiente para deslizarse por la abertura, sin más incidentes que un par de desgarros en la ropa. Una vez en el interior se precipitó a abrazar a la niña, no sin antes comprobar que no había sufrido más daños que un superficial arañazo en un brazo.
–Que sea la última vez que te escapas sin decirme nada. ¿Por qué tienes que ser tan curiosa? Un día te vas a hacer daño de verdad –la regañina era más cariñosa que autoritaria.
Entonces Mar se dio cuenta. La escasa luz que entraba por la abertura por la que había pasado iluminaba unas escaleras gastadas, esculpidas en la piedra, que descendían hasta quién sabía dónde. El corazón le dio un vuelco con la emoción del descubrimiento. Pero miró a la niña y decidió que no era el momento.
–Vámonos de aquí.
–¡No! ¡Quiero bajar!
–Ni hablar de eso. ¿Es que no has tenido bastante? Puede ser peligroso. En todo caso, ya vendremos mañana –mentía. Sí que pensaba ir, pero desde luego no con la niña.
-¡No! ¡Quiero ir ahora! –de un bote, Zoe se desasió de su madre y bajó ágilmente por los escalones, con Mar pisándole los talones mientras refunfuñaba que por qué, maldita sea, aquella niña tenía que parecerse tanto a su padre.
Las escaleras descendían en línea recta y la tenue luz del exterior llegaba hasta bastante adentro. El suelo estaba seco, aunque el olor a humedad flotaba por todas partes. De pronto, el pasillo dio un giro hacia la izquierda y la oscuridad fue total.
–¡Zoe! ¡Vuelve!
–Aquí hay luz, mami –la voz provenía de más abajo.
Efectivamente: Mar y la niña accedieron a una sala grande, excavada en la roca, con pilares que reforzaban una techumbre de madera. En las paredes habían unas cuantas lámparas parecidas a las de las minas. Aquello debía ser una especie de silo o almacén, con decenas de barriles cuyos rótulos rezaban que el contenido era grano, harina y frutos secos. Otros, al parecer, contenían pólvora. También había estanterías con fusiles, cajas con munición y granadas de fragmentación. Todo ello respiraba un aire arcaico, favorecido por la multitud de grotescas telarañas que colgaban por todas partes. Otros recipientes abiertos, dispuestos contra las paredes, contenían latas de conserva que por el aspecto debían haber caducado hace siglos. La estancia estaba dominaba por un inmenso cartel que presentaba el dibujo de un soldado con su fusil, un obrero con su llave inglesa y un campesino con su hoz. Tierra y Libertad, se leía bajo la imagen. Mar, que no daba crédito a sus ojos, sintió de repente cómo se le erizaba el vello de la nuca. Percibía una presencia.
–¡Alto! ¿Quién va? –la voz era grosera, grave y cascada.
Mar y Zoe se giraron lentamente, asustadas.
–¿Quiénes sois? ¡Ah, vaya, una mujer y una niña! ¿Qué demonios hacéis aquí? ¡Vamos, identificaos en nombre de la República, u os pego un tiro!
Un anciano de cerca de noventa años que había salido de un espacio entre las cajas, ataviado con un uniforme de miliciano raído y un casco republicano, sostenía con evidente dificultad un fusil; debido al parkinson que sin duda sufría, su puntería podía ser impredecible. Llevaba una barba larga, sucia, enredada y canosa, su piel era de una transparencia y una palidez extremas y sus ojos lechosos mostraban tremendas cataratas. Zoe se escondió detrás de su madre, aunque sin dejar de mirar al extraño sujeto. Mar intentó calmarse y optó por hablar.
–Me llamo Mar y ella es mi hija Zoe. No dispare, por favor, señor. No hemos venido aquí a hacerle daño. Hemos caído aquí por accidente.
–¿Por accidente? Nadie entra aquí por accidente. ¡Sois espías nacionales!
–¡Somos comunistas, viejo feo! –Zoe respondió frunciendo el ceño.
–¡Zoe! –Mar apartó con la mano a la pequeña para ocultarla totalmente detrás suyo. El anciano bajó el fusil, sin retirar el dedo del gatillo.
–¿Es cierto lo que dice la niña? La voz de la infancia es la voz de la verdad. Está bien, demostradlo.
A Mar, que no llevaba encima su carnet del partido, no se le ocurrió nada mejor y empezó a cantar La Internacional, con Zoe haciéndole coros en el estribillo. El viejo rió mostrando una castigada, casi inexistente ya, dentadura.
–Al menos sois divertidas. Sentaos –improvisó unas cajas vacías como taburetes para los tres. Sin soltar el fusil, les preguntó.
–¿Cómo va todo? ¿Marcha bien la batalla?
Mar se quedó completamente atónita.
–¿Qué batalla?
–¡Por Durruti, chiquilla! Ahí fuera están mis camaradas luchando por sus vidas para evitar que los nacionales tomen Cataluña.
Aquello sólo podía ser una broma pesada, decidió la joven.
–Señor, perdóneme, pero no hay ninguna batalla ahí fuera.
El viejo permaneció en silencio durante varios segundos, asimilando aquella información. Al final habló de nuevo.
–Ha pasado mucho tiempo, ¿no es así? En el fondo, lo sospechaba.
Ella contestó, dispuesta a desentrañar el misterio.
–¿Desde cuándo está aquí?
El viejo se encogió de hombros.
–La verdad, no lo sé. Me llamo Robert Harris. Pertenezco a la División 11, compuesta en su mayor parte por brigadistas internacionales. Mis camaradas. El capitán Eloy me encomendó vigilar este silo hasta su vuelta. ¡Y eso hago! Hay reservas de munición, armas y comida. Lo suficiente para vivir... ¿Que cuánto tiempo llevo aquí? No lo sé.
Mar no cabía en su estupor. ¿Era posible aquello? ¿Era posible que aquel hombre hubiera cumplido una orden tan celosamente durante setenta años? Con la mayor dulzura que pudo reunir, le explicó.
-Señor Harris, la guerra hace mucho que acabó –el anciano la miró con a los ojos, como presintiendo lo que vendría a continuación–. Y lamento decirle que la perdimos.
El hombre, abrumado, empezó a llorar desconsoladamente.
–Lo siento –dijo ella–. Pero es la verdad. Quizá no debía de habérselo dicho tan repentinamente...
Él, con un gesto de la mano, la mandó callar.
–¿Queda alguien vivo de mis camaradas?
–No lo sé. Pero podemos averiguarlo. Debería salir. Acompáñeme. ¿Sabe? Las nacionales ganaron y gobernaron durante mucho años, pero el franquismo ya acabó. Tenemos una democracia. También hay monarquía, pero muchos de nosotros estamos luchando para que eso acabe. Ahora gobierna un partido de izquierdas... bueno, más o menos de izquierdas. El mundo de ahora no es mejor que el que usted conoció, quizá incluso ha empeorado. Pero nosotros aún no nos hemos rendido.
El viejo soldado la escuchaba atentamente, meneando la cabeza.
–¿Salir? ¿Ir adónde? Niña, mi vida ha sido este agujero. Mi ilusión era ver a mis amigos bajar por esas escaleras –las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos–. Mi esperanza era la Libertad, la victoria contra el fascismo. Y me dices que perdimos –hizo una pausa–. ¿Salir? ¿Después de tantos años? Nadie queda ahí fuera. Nada. Todo está aquí. Aquí siempre pervivió la República –sonrió–. No toda España fue fascista. Un silo republicano resistió. ¡Y resiste! –miró con un renovado fulgor a Mar, levantándose–. Y dices que seguís luchando. Que seguís luchando por la República. Que, a pesar de todo, aún no os habéis rendido...
Mar asintió, orgullosa.
–Ni nos rendiremos. Justamente hoy hemos venido a celebrar aquí un acto de homenaje a ustedes, a los que dieron la vida y la juventud por nuestras ideas. No dejaremos que sigan impidiéndonos recordar la verdad. No dejaremos que nos hagan callar y nos digan que la lucha por el género humano no tiene sentido... Señor, de verdad, debería venir conmigo. Se han reunido muchos camaradas de aquella época, tal vez conozca a alguien...
El hombre la la miraba con concentración, como si las palabras de la joven le estuvieran haciendo madurar alguna idea.
–Esa guerra que perdimos... No, quizá no la perdimos en realidad. O en cualquier caso la hemos ganado ahora, después de estos años que dices que han pasado. Si aún hay gente como tú y tus compañeros, sólo puede significar que, tras de este largo tiempo de batallas, al final ha llegado para nosotros el momento de la victoria.
Mar le escuchaba asombrada, viendo materializarse en las palabras del anciano algunos de los pensamientos que habían pasado por su cabeza desde aquella mañana. Él le hizo un gesto con la mano en dirección a la salida.
–Gracias, chiquilla, por darme el Parte. Ahora vete. Déjame solo con mis recuerdos, con mis sueños. Con esta nueva esperanza.
Las empujó suavemente hacia el recodo. Mar y Zoe se volvieron una vez más hacia él antes de salir definitivamente, y vieron su figura engrandecerse por efecto de las sombras, con el puño izquierdo alzado. Parecía que poco a poco su imagen se iba difuminando, pero la voz que empezó a entonar el ¡Anda jaleo, jaleo! persisitió aún durante unos instantes, hasta que se apagó por completo.

Suena la ametralladora
y Franco se va a a paseo,
y Franco se va a a paseo...

Mar y la niña se vieron solas de pronto, en el exterior. Ya no había ni sombra del guardián. Pero ¿realmente había existido alguna vez? La joven tomó a su hija, que parecía haber olvidado ya el episodio, de la mano, y juntas caminaron en dirección al campamento. El asfixiante sol de aquel mediodía de julio caminaba ya hacia el crepúsculo, y a lo lejos pudo oír las risas de sus compañeros, que hacían ya los preparativos para la tarde y la noche: Oriol y El Rubio transportaban la pantalla donde se proyectarían las películas, mientras Roger y Tony preparaban un enorme barreño de Agua de Valencia y Sara y Víctor aliñaban una ensalada gigantesca para la cena. ¿Les contaría su extraña aventura?, se preguntó. Quizás otro día. Y se unió a la alegría reinante, junto a la pequeña, inteligente y intrépida Zoe.
El futuro.

miércoles, julio 26, 2006

La creación de la bestia

El amorfo ser arrastró sus bulbosas extremidades hasta la mesa de operaciones donde su compañero Kay’th’all le miraba fijamente con sus tres ojos (el pobre había perdido dos con un paciente srlru’rg que resultó no ser tan paciente).
–Llega justo a tiempo, Doctor Neferu-ut. El proyecto está casi listo –la voz acuosa y chapoteante de Kay era dolorosa al oído.
–Fabuloso, Kay –más chapoteos.
Abrió el maletín que portaba con sumo cuidado y extrajo una jeringuilla llena de un asqueroso líquido verde podrido.
–Ahora solo falta la dosis del suero FX31 y el sujeto despertará a una nueva Vida.
Su ayudante inquirió, preocupado:
–¿Será totalmente operativo para la misión, doctor?
–Totalmente. O eso espero. Supongo que sufrirá algunos efectos secundarios, como subnormalidad o estupidez. Pero las reacciones elementales que buscamos están aseguradas: Odio, Violencia, Xenofobia, Androfobia, Misoginia, Crueldad...
–Es maravilloso, doctor. Tengo ganas de verlo en acción –una lagrimilla pastosa resbaló por lo que debería haber sido la mejilla de Kay.
–Sí. Y no necesita alimentarse para mantener su organismo. Solamente ingerir grandes cantidades de alcohol –dicho esto, Neferu inyectó la aguja en el cuello del experimento e introdujo en aquel ser todo el contenido del FX31. Ambos científicos se miraron entre sí y a la cobaya a la vez (pues para eso tenían varios ojos), y una sonrisa torcida cruzó sus caras cuando el organismo que se hallaba en la mesa de operaciones abrió los párpados.
–¿Q-q-q-q....u....ién? ¿Q-q-qu...ién so...so-soy?
–Eres una máquina de exterminio. Te llamaremos Bush –susurró Neferu.

martes, julio 25, 2006

Nieve roja

Noche. Día 1

Varios gritos de horror, angustia y agonía despertaron a Kayev. Saltó del camastro como un resorte. Estaba empapado de sudor hasta el punto de que la humedad en su velludo pecho brillaba al reflejo de la bombilla. Los otros tres componentes del estrecho habitáculo ya estaban incorporándose, sorprendidos. Los marineros cogieron sus invernales camisetas de rayas azules y blancas y sus anoraks forrados. Se vistieron mientras corrían hacia la procedencia de los alaridos.
de pronto, éstos cesaron. Ahora el único ruido era el de las pesadas botas, las maldiciones y los golpes entre las estrechas paredes de otros marineros que salían de sus camarotes o que se dirigían al lugar de donde provenían las angustiadas súplicas, hacia la popa del navío. Kayev era muy ágil. Se desenvolvía bien en los estrechos pasillos. Fue el primero en llegar. Se detuvo antes de entrar en el Camarote. Una luz parpadeante asomaba por la puerta. El suelo y las paredes de la entrada estaban salpicados de sangre. Otros marineros se agolpaban detrás suyo, intentando ver. Asió una tubería oxidada y la terminó de arrancar. Se acercó cautelosamente esgrimiendo aquella improvisada arma. Asomó lentamente su cabeza. Una bombilla parpadeaba, pendulando en la estrecha estancia, con una luz muy tenue. Se atrevió a dar un paso adentro. Entonces los vio. Kayev supo en lo más profundo de su alma que ya no volvería jamás la cordura perdida en ese instante. El olor a carne y sangre fresca entró en sus pulmones como un cuchillo afilado. Vomitó. Dejó caer la tubería de hierro y tambaleando salió de aquel matadero, apoyando su cuerpo en el pasillo exterior. El resto de marineros chocaron entre sí por entrar. Algunos vomitaron, otros profirieron exclamaciones. Pero todos estaban absolutamente lívidos. Kayev, recostado en el pasillo, percibió un ligero rastro de sangre. Pisadas, pensó. Iban en dirección contraria por la que había venido él, subiendo una pequeña escala que daba a la puerta de acceso a la cubierta de popa. La puerta se abrió, apareciendo el capitán Rossojaev (un curtido lobo de mar, con una barba tan blanca como ancha su cintura) acompañado de un joven oficial de Marina (Rustinov, enrolado en el Ejército Rojo hace poco, como la mayoría) y dos infantes de marina, armados con fusiles. Ante la pregunta de Rossojaev, Kayev se limitó a señalar el interior de la estancia. Los cuatro recién llegados entraron. El joven Rustinov salió arrojando la cena de la noche anterior. El capitán preguntó por el médico, dando órdenes a varios marineros para localizarlo. Acto seguido salió por donde había venido. Kayev acertó a oir que murmuraba algo como demonios, demonios del mar.

Primavera de 1942. Este invierno pasado los alemanes casi toman Moscú. La resolución de Stalin a no rendirse, los sacrificios en reservas humanas, y, sobretodo el invierno, hicieron retroceder al Ejército Nazi, provocándole unas pérdidas materiales y humanas cuantiosas e irrecuperables. Pero ahora empezaba el deshielo y la nueva ofensiva germana se preparaba. Era una guerra total, donde se explotan los máximos recursos. Porque el que pierda desaparecerá del mapa. El Voronezh es un rompehielos y carguero al mismo tiempo. Sus bodegas están llenas de carbón siberiano con destino al frente europeo, navegando por el Océano Ártico, bordeando la costa norte soviética. Normalmente se emplean auténticos convoyes, con los cargueros precedidos por los rompehielos. El Voronezh suele formar parte de ellos, pero en esta ocasión lleva unas jornadas de adelanto. Así, de paso, traza un camino en aquellas placas de hielo especialmente gruesas y resistentes. Este carguero tan peculiar es casi tan viejo como su capitán, Rossojaev, y tiene tantas muescas en el casco como este en su pipa. Su tripulación son 39 hombres (36 marineros entre caldereros, maquinistas, cocineros, etc, 2 ayudantes de abordo y 1 médico) más su capitán. Debido a la importancia de su carga para la guerra, también viajan a bordo varios militares. El Teniente Rustinov y 4 infantes de marina. Ahora se encuentran a unas 200 millas de la isla Vailach, y a cientos de kilómetros de Murmansk, puerto de destino. No hay nadie que emita sonidos humanos en días a la redonda. Están absolutamente solos.

Noche. Día 2
El camarote del capitán no era demasiado grande, aunque sí mucho más que los otros, donde se apretaban dos literas y un armario. Esta estancia, sin embargo, r5epresentaba todo un privilegio procedente de épocas zaristas, con espacio para una mesa, un mueble-estudio y un camastro. El olor a tabaco de pipa impregnaba el ambiente.
Tres hombres se sentaban alrededor de la mesa. El capitán, con su inseparable pipa, ocupaba buena parte de la mesa, grueso y barbudo. Un médico, con barba recortada y cuidada, bastante delgado y enjuto. Debía tener la misma edad del capitán, una tardía madurez. El más joven, bien afeitado, rubio y de ojos azules, uniformado y con galones, rompió el silencio.
-¿Puede repetir eso, doctor Vassili? –Rustinov reflejaba una palidez cadavérica. El médico se ajustó las finas lentes sobre el puente de su nariz. Miró fijamente al joven oficial y exhaló.
-Es bien sencillo. Saber de qué han muerto, quiero decir. Desgarros masivos. Cada uno de los cuatro marineros muertos muestra las mismas heridas, aunque de una manera distinta. ¿Quieren detalles?
-Sí, por favor –Rossojaev suplicó la respuesta, bebiendo de un trago el contenido de un vaso grande. Asió la botella de vodka y llenó de nuevo el vaso.
-Bien. Moschi Vaninov. Marinero. Un profundo desgarro en la caja torácica. El corazón está destrozado por completo. Las costillas están rotas y astilladas. Supongo que el arma debió ser algo parecido a una garra, si es que acaso no fue una garra. La “incisión” es totalmente recta. Supongo que el desgraciado estaba todavía durmiendo, ya que tenía los ojos cerrados. Quizás fue lo mejor. Estoy seguro que ni se enteró.
-¿Una garra? Pero ¿... cómo es posible? –preguntó Rustinov. El doctor le miró de nuevo.
-El desgarro muestra claramente marcas de zarpas, como las de un animal.
-¿Qué animal pudo hacer eso?
-¿Por esta zona? Solo hay focas, morsas... –Vassili torció su gesto con una mueca irónica-. Bueno, y osos polares. Pero no me explico cómo pudo llegar hasta al camarote. De todas maneras, no creo que fuera un oso blanco. Además, el agresor no dejó ni rastro.
-El marinero Kayev me comentó que vio marcas de pisadas en el suelo que se dirigían hacia la cubierta de popa. Sangre –intervino el capitán, rellenando de nuevo su vaso.
-Por favor, para ya. Eso va a destrozarte el hígado. ¡Llevas toda la mañana bebiendo!–advirtió el médico.
-No te preocupes. –el capitán apuró la botella y se levantó para coger otra de una caja que escondía debajo de su camastro. Vassili sopló-. Bien. Si hubo marcas ya no las hay. Demasiada gente en la zona. Cuando llegué había pisadas por todos lados. Si había alguna prueba que nos ayudara a identificar al supuesto animal desde luego quedaron alteradas o borradas –respondió el doctor.
-De todas maneras, mi viejo amigo, tú has escuchado las viejas historias de nuestros abuelos –al capitán le temblaba la voz-. ¿Quieren otra copa? –ante la negativa de los otros dos se sirvió solo-. Me lo traen de Kharkov. Ah, es divino.
-Pero sabes que son solo cuentos para asustar a los niños. Por amor de.... Lenin –el médico miró de soslayo al militar-, no me vengas con eso ahora.
-¿Cuentos de niños? Eso lo dirás tú –otra copa-.
-Pero ¿ se puede saber de qué hablan? –intervino Rustinov, con curiosidad. El capitán miró al doctor, sin hacerle caso.
-¡Ya lo decía mi abuelo! Pero tú, engreído matasanos, solo crees en los libros –el capitán palidecía, ya fuera por el temor o por el alcohol.
-Por favor. Me encargo de la seguridad de la carga y de la tripulación. Tengo que saber todo lo posible para actuar en consecuencia –rogó Rustinov.
El orondo capitán se encendió de nuevo la pipa. Dio unas cuantas chupadas fuertes, saboreando el tabaco, entre tragos largos de vodka. Se levantó a por otra botella, tambaleándose peligrosamente.
-Rosso, vete a dormir –el médico le miraba a él y a sus botellas, con expresión dispuesta a tirarlas todas por la borda a la mínima oportunidad-. ¡A la mierda! Ellos vienen del norte. Cuando tienen hambre. Son demonios –hizo una pausa, que aprovechó para dar unas caladas más a la pipa, y un par de tragos. Era evidente que desvariaba-. Y ahora ya no tienen comida. la hemos cazado toda. Y cada vez será pero. En los inviernos más fríos y duros se encontraban focas descuartizadas, incluso osos polares decapitados. A veces personas... Siempre nos respetaron si no nos metíamos en su territorio, pero ahora todo es diferente –un eructo. El vaso se escapó de su mano y rodó por la mesa. Rossojaev gruñó-. ¿Queréis?
Rustinov rechazó la botella. Vassili ni siquiera le contestó.
-Debería descansar un poco, señor. El doctor tiene razón.
-Cállese. No sabe de lo que está hablando -otro trago-. Eran sombras. Mataban de noche.
Se hizo de nuevo el silencio. El capitán, sin más, se tumbó en su camastro y cerró los ojos.
El joven teniente miró de nuevo al médico.
-Pobre, ha sido una jornada muy intensa. Para todos.
-Sí. Me preocupa. Es un buen hombre -respondió el médico.
Tras un breve silencio, el teniente volvió al tema.
-¿Los otros tres marineros murieron igual?
-Sí. Y no. Cada cuerpo tiene una particularidad que me ayuda reproducir la escena del “asalto” de una manera bastante fiable. Primero muere Moschi de la manera que les he comentado. Supongo que el ruido producido despierta a los demás –el doctor cogió sus notas-. Valeri Putianov. Marinero. Desgarro lacerado y profundo de derecha a izquierda en el tórax. Número de garras del zarpazo: cinco. Costillas astilladas, destrozadas y perforadas. Contusiones graves en la espalda. Omóplato derecho roto debido a un fuerte impacto. Creo que debido al garrazo salió despedido contra la pared, donde se hizo las contusiones y se rompió el omóplato. No tardó mucho en morir -el teniente le miraba totalmente alucinado-. Andrei Chekhov. Marinero. Cuello roto. Garras clavadas en frente, sienes y cuello. Su expresión era de un pánico alucinado que nunca antes había visto. La fuerza ejercida para romper el cuello del marinero tuvo que ser brutal... Este cadáver en particular descarta la opción del oso polar. El oso no utiliza sus brazos para asir una cabeza y girarla hasta romper el cuello de su víctima. Y por último, Sergei Lukhasenko. Zarpazos en ambos hombros como consecuencia de un intento de apresarle. ¿Para qué? Para facilitar al “agresor” el monstruoso mordisco con el que ha seccionado medio cuello y parte del tórax. He realizado mediciones. No hay marcas de incisivos. Solo colmillos. Su dentadura se compone de colmillos. Por tanto, debe ingerir la carne entera, sin masticar. El tamaño de las fauces no la puedo determinar con seguridad, pero no es la de un oso polar. Es sensiblemente mayor. No he encontrado los restos seccionados. El rictus de horror de la víctima es indescriptible. Jamás he visto nada igual.
El oficial Rustinov agachó la cabeza.
-Pero ¿...qué clase de bestia pudo hacer eso?
-Un demonio del mar -respondió Rossojaev, borracho, desde el camastro.

Rustinov había dispuesto todo para aquella noche. Ordenó a sus cuatro soldados que vigilaran por separado, en proa, popa, babor y estribor. Él mismo estaría en el puente de mando, pese a que apenas había dormido un par de horas al final de la tarde, antes de la reunión con el doctor y el capitán. Estaría acompañado por el Segundo de Abordo, Oleg Yachine, pues Rossojaev se encontraba indispuesto. A la mínima señal de algo, los infantes de marina debían disparar al aire para acudir todos al lugar en cuestión. La vida cotidiana en la tripulación del barco debería ser la misma, aunque suponía que pocos podrían dormir aquella noche. La luna, casi llena, se reflejaba tímidamente sobre la nieve ocasionalmente, cuando podía escaparse de los bancos de nubes. El único ruido de la noche llegaba desde las calderas del barco. La temperatura era infernalmente baja. Menos mal que iban todos bien equipados para este clima tan rudo.
Rustinov entró en el Puente de Mando.
-¿Café, teniente? –Oleg era sumamente amable.
-Sí, gracias –agradeció con una sincera sonrisa. Oleg era un marinero descomunal, quizás más de un metro noventa. Fornido y moreno. Una fea cicatriz surcaba su cara y partía su barba de días. -¿De dónde es usted?
La conversación empezó así y trascurrió durante un tiempo. Faltaban dos horas para el amanecer y Oleg y Rustinov hablaban ahora de León Tolstoi y su obra literaria desde un punto de vista filosófico y político. Ambos hombres salieron del Puente de Mando dialogando amenamente cuando, de pronto, Oleg enmudeció.
-¿Oye? El teniente prestó atención. No escuchaba nada.
-¿El qué? Todo es silencio.
-Justamente eso. No se oye nada. Ni siquiera las calderas. Deberían estar funcionando.
Fueron a la parte de atrás del Puente. El Voronezh no dejaba su típica estela producto de las poderosas hélices que removían el agua.
-Estamos parados. No nos movemos, Rustinov.
El joven oficial tragó saliva. De repente, un disparo. Un fogonazo de fusil. Un horrible grito de muerte. Frente a ellos, en popa. Rustinov saltó como un felino hacia allá, pistola en mano.
-¡Oleg, haga sonar la alarma!
Llegó casi al mismo tiempo que un soldado, armado con su fusil. Llamó al soldado de popa. No contestaba nadie. Varios marineros llegaron en tropel, poniéndose aquellos pesados anoraks. Entre ellos estaba Kayev.
-Mire –señalaba un fusil, partido, tirado en cubierta de popa-. Cojan palos, armas, lo que sea, y síganme –el teniente se dirigió hacia la sala de máquinas, donde estaban las calderas que daban impulso al barco. Restos de miembros humanos aparecieron por los estrechos pasillos, como un macabro sendero. Manos, antebrazos, chorreones de sangre, y otros restos indescriptibles les guiaron hasta una dantesca sala de máquinas . Varios cuerpos se hallaban totalmente descuartizados y troceados. Rustinov se mareó y vomitó, sin poder soportar el olor de aquella matanza.

Tarde. Día 3
Todo lo que quedaba de la tripulación se hallaba en el comedor del Voronezh. Dicha sala era la mayor del barco; disponía de tres mesas largas, orientadas ahora para que todo el mundo pudiera observar al médico, de pie, frente a ellos. Vassili y Rustinov habían discutido sobre la necesidad de informar a la tripulación de lo que sabían. El temor a un motín superó al temor de provocar el pánico en aquellos atemorizados hombres. Decidieron que si todos sabían lo mismo tendrían más posibilidades. Así que los reunieron en el comedor. Allí estaba la tripulación, vociferando y gritando enajenadamente. Los marineros, nerviosos, enmudecieron de su algarabía a un gesto de Vassili.
-Bien. El teniente Rustinov y yo hemos decidido que nos reunamos todos para enfrentarnos a lo que sea que nos está atacando.
-¿Qué clase de criatura es eso? –preguntó un marinero.
-Bien, vayamos por partes. No quiero asustaros, solo concienciaros de que nos enfrentamos a algo que no conocemos, pero que es letal.
-¿Y el capitán? –gritó otro.
-El capitán está... indispuesto –miró de soslayo a Rustinov.
Rossojaev parecía haber sucumbido a la locura al enterarse de lo sucedido. Se había encerrado en su camarote gritando que mataría a todo aquél que entrase. Habían oído el ruido de una pistola automática al cargarse tras la puerta.
-Estamos varados. No funcionan las máquinas. Anoche, esa cosa se entretuvo en destrozar todos los aparejos de navegación. No podemos repararlo aquí.
Un murmullo recorrió la sala.
-Pero estamos enviando SOS cada 15 minutos. No creo que tarden demasiado en venir a rescatarnos.
-¡Pueden pasar días! –gritó Kayev.
-¡Pues aguantaremos días! ¡Tenemos armas! ¡Varios fusiles! –Rustinov no pudo contenerse.
-¿Cuántos soldados le quedan, teniente? –acusó Kayev. Dos. Habían desaparecido dos. No había encontrado sus cuerpos. Sólo un fusil roto y sangre. El joven militar calló.
-Calma, calma. –intervino el doctor-. La situación es complicada, pero no crítica. Nos han pillado por sorpresa, pero ahora estamos preparados. Sin contar al capitán, somos veintisiete, más el teniente y dos soldados. Esa criatura volverá a atacar, pero ahora le estaremos esperando.
-¡Sí! –vociferaron algunos marineros.
Rustinov intentó recuperar algo de crédito proponiendo la estrategia.
-Descansaremos de día por turnos y vigilaremos de noche. Propongo cuatro grupos numerosos, uno en cada parte del barco. Cada grupo tendrá unos siete u ocho hombres armados. No tenemos focos potentes, pero los encenderemos todos. Además, esta noche debería ser luna llena. Si hay suerte y tenemos un cielo despejado, todo aquello que se acerque al barco lo tendremos que ver por fuerza.
-¡No podrán con nosotros! –la muchedumbre estaba enfebrecidamente alterada. Doctor y oficial se miraron, más tranquilos. Habían evitado hablar del tamaño de una pisada en la sangre del suelo bien nítida. El ser era bípedo, con garras. Y por el tamaño de la huella debía mediar entre dos metros y medio y tres metros de altura, con un peso entre doscientos cincuenta y trescientos kilos. La imaginación era peligrosa en aquellos momentos. Al menos habían conseguido cohesionar y unir al grupo.
Ahora todo quedaba en manos de D... perdón, de Lenin.

Noche. Día 3
Tenemos armas, tenemos armas. Maldito soldadito engreído. En su grupo habían dos fusiles para ocho hombres. Pero es igual, porque él llevaba su querida tubería de hierro oxidada. Kayev no tenía miedo. De hecho tenía verdaderas ganas de cazar a aquella bestia. Se imaginaba en las portadas del Izvestia o del Pravda. Héroe de la Patria, Kayev, el Cazador Heroico. Sonaba bien. La noche era absolutamente despejada. Ni una nube. Una maravillosa luna llena que proporcionaba una gran visibilidad. A pesar de ello, llevaban pesadas linternas, y los focos del barco barrían el perímetro del navío.
Entonces sucedió. Más pronto de lo que pensaba.
Una enorme sombra se apoyó en la barandilla de popa y saltó a cubierta, quedando a la vista de aquel grupo de hombres. Algunos profirieron alaridos infrahumanos, otros se quedaron paralizados de terror. Dos salieron corriendo, despavoridos. Se oyeron gritos; el resto de tripulantes venían a ayudarles.
Lo que ocurrió a partir de entonces fue confuso, demasiado rápido. Un enorme ser, de más de dos metros y medio avanzó erguido sobre sus cuartos traseros hacia ellos. Era una enorme masa de músculos, cubierto por una espesa mata de pelo. Sus extremidades acababan en garras poderosas. Su cabeza era un híbrido entre lobo, oso y humano, con unas fauces enormes, pobladas de colmillos blanquísimos y una lengua roja como la sangre que estaba acostumbrada a paladear. Los ojos eran asimismo rojos, llenos de rabia, odio y crueldad, casi humanos. Las orejas de lobo, erizadas en punta. Entre sus cuartos traseros, poderosos, se adivinaba una larga cola. En un instante llegó hasta ellos. Con un golpe de antebrazo sesgó el cuello de un hombre. Otro le disparó. El impacto solo pareció irritarle, y de un zarpazo le arrancó la cabeza del tronco, al tiempo que se giraba como un rayo, mordiendo la cara de otro, arrancándosela de cuajo. Kayev se arrastró hacia su costado, intentando flanquearle. No fue difícil. La criatura se centraba en abrir la caja torácica de otro infeliz. Kayev le propinó un tremendo “tuberazo” en el tendón trasero de la rodilla. La bestia aulló de dolor y dobló la pierna. Girándose asestó un manotazo a Kayev, quien salió despedido contra la barandilla, recibiendo un tremendo impacto. Intentó incorporarse pero no podía. Debía tener algo roto. Como mínimo estaba bastante aturdido. La maléfica criatura había triturado la cabeza de otro marinero y se giró hacia Kayev para rematarle. Una multitud de disparos, acompañados de fogonazos que iluminaron más la escena, impactaron en la bestia, que se retorció de dolor, aullando. Aquel ser se giró de cara a los marineros y soldados que acababan de llegar. Allí estaban Vassili y el engreído soldadito. Valor no se le podía negar. Literalmente, lo estaban acribillando. Le lanzaban cuchillos y objetos contundentes, entre chillidos de locura arcana. La bestia se abalanzó hacia ellos. Descuartizó a un joven marinero. Hincó una rodilla. Trituró el brazo de un infante de marina. Cayó. Entre gritos de victoria y triunfo le continuaron disparando y le clavaron cuchillos y otros objetos cortantes. Los hombres jadeaban, agotados y asustados. Kayev intentó incorporarse, sin éxito. El dolor le atenazaba cruelmente toda la espalda. De repente, oyó un ruido unos metros más allá, en la barandilla.
Otro ser accedió a cubierta. Y otro. Miró hacia el exterior. Bajo la luz de la luna, sobre el blanco manto de hielo pudo ver cómo decenas de sombras negras avanzaban hacia el Voronezh, subiendo por el casco utilizando sus garras. Cerró los ojos con fuerza, y perdió la consciencia.

Mediodía. Día 4
El sol bañaba el interior de la sala de Mmndos con sus cálidos rayos. En el puente había un telégrafo y en ese momento se recibía un mensaje.

Aquí el Vladivostok. Aquí el Vladivostok. SOS recibido. SOS recibido. ¿Nos reciben ustedes? Aquí el Vladivostok. Nos dirigimos a su ubicación. Nos dirigimos. ¿Nos reciben? Tres días. Tres días. Aquí el Vladivostok...